La mula o la vida

Simpiliano conduciendo a Caramelo en las montañas del Chocó.


Cuando las patas de la mula se abrieron paso entre las piernas de un hombre ebrio tirado en la trocha que une a Risaralda con el Chocó, vi a mi derecha el brillo de las piedras del río Ágüita, que tronaba a treinta metros en caída libre. Un cambio de postura, y el cuerpo del embera descansaría para siempre en el lecho rocoso. Si contaba con la mala suerte de sobrevivir y regresar de la borrachera, no habría forma de sacarlo de allí, y menos de llevarlo a algún centro de salud, porque en el territorio embera no hay nada, solo oro bajo la tierra y disuelto en el agua, pero de nada sirve cuando su explotación está a cargo de las guerrillas, los paramilitares o las multinacionales, y a los indígenas no les queda sino el polvo en las manos. Simpiliano, el arriero, me indicó que siguiéramos y lo dejáramos ahí durmiendo porque no lo podíamos cargar. En su rudimentario español, me hizo entender que la situación era normal, pero que cobra la vida de muchos hombres que deambulan borrachos estos caminos cubiertos de barro y excremento de bestia.

Después de medio día de viaje, Caramelo estaba agotada de enterrarse y salir del barro, subir lomas y descender entre un arroyo de piedras afiladas que, a pesar de los cascos, la herían. Como un conquistador anacrónico yo iba sobre su lomo, enarbolando mi cámara fotográfica para librarla de los guijarros que saltaban y de las ramas que nos azotaban. Dependía completamente del animal y de Simpiliano. Con el primero no había problemas, solo necesitaba un limitado repertorio de sonidos y golpes de lazo para que me obedeciera. Con el hombre era diferente: su escaso español y mi nulo embera eran otra barrera más que franquear para pasar las horas. Así, adivinando lo que nos queríamos decir, anduvimos por la montaña parando cada hora para comer galletas y tomar agua, y para que Caramelo se llenara la barriga con hierba.

En el bolsillo izquierdo del pantalón cargaba el carné de estudiante de la Universidad Nacional, para presentarlo en el caso que me encontrara a la guerrilla. En el derecho, el de la Universidad de La Salle, por si me detenían el ejército o los paras. Lo único que no podía cambiar de puesto era la barba, símbolo inequívoco de subversión para los grupos de extrema derecha que plagan el territorio. Ninguna de las dos identificaciones me salvaría si alguien decidía dispararme en la inmensidad de las montañas. Era un blanco fácil desde cualquier posición. Solo me ocultaba en los tramos en los que una bóveda de maleza nos cubría, pero eso pasaba cuando bordeábamos el abismo; entonces, una preocupación reemplazaba a la otra. 

Al salir de uno de estos túneles verdes, Caramelo se plantó frente a una pendiente que terminaba en una curva cerrada hacia la izquierda. Al fondo, la caída, el estruendo del agua helada y las piedras que parecían “huevos prehistóricos”, como escribió García Márquez. Por la estrechez del camino, Simpiliano se quedó atrás y no pudo ver la causa de que el animal se detuviera, así que antes de que yo pudiera decirle algo o hacerle una señal, lo fustigó con una vara para que avanzara, lo que terminó en el descenso de los dos rumbo al vacío. Los cascos se resbalaban sobre el barro y las piedras mientras el camino se acababa. Yo pensaba en qué golpe me mataría. Ojalá fuera uno en la cabeza; algo contundente. Lo que definitivamente no quería, era volverme uno con la mula en la caída. No quería quedar fusionado con las tripas verdes de Caramelo. Pero el animal no se resignó como yo y nunca dejó de intentar clavar las patas en el suelo, hasta que en el último instante giró a la izquierda, lanzándome por la inercia en dirección al río, como una caricatura. Medio cuerpo quedó en el aire y medio en la bestia. Sentí la transparencia del espacio que me separaba del agua. En ese momento no se piensa; solo se espera el golpe y el crujido de los huesos, como en los sueños. Caramelo volvió a impulsarse con las patas traseras y me jaló del lazo del freno hasta que de nuevo quedé en la silla como si nada hubiera pasado. El trote de la bestia recuperó su ritmo. Con las mano moradas y marcadas por la soga acaricié el cuello empapado del animal, en parte para darle las gracias, en parte para calmarlo y, sobre todo, para no desmayarme. 

Simpiliano estaba blanco, buscando en su emberañol una palabra para justificarse y decirme que de esa no me hubiera salvado nadie. Sin embargo, yo sabía que lo que más lo asustó fue haber puesto en riesgo a la bestia, sustento de su familia. En el primer claro, paramos en silencio para tomar agua. Aún faltaba medio día de camino hasta Aguasal, donde los niños se mueren de hambre, tuberculosis y diarrea.

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Esta historia ocurrió en el 2013, mientras documentaba las condiciones de vida de los emberas de Risaralda y el Alto Andágueda (Chocó). Algunas de las imágenes se pueden ver siguiendo este enlace: Warrara

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